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viernes, 1 de agosto de 2025

La arquitectura del consenso represivo

 

 


 Cuando la ministra Patricia Bullrich presentó el protocolo antipiquetes, lo hizo bajo la promesa de restituir un orden perdido. En junio de 2024, en De protocolos y otros demonios, advertíamos que ese “orden” no es legal ni constitucional, es escenográfico, afectivo, construido sobre el adjudicado “hartazgo urbano” y la fobia de clase. El protocolo no regula, organiza una pedagogía del castigo que necesita ser percibida como legítima por quienes no la sufren.

Desposesión con uniforme

Lo ocurrido, otra vez este miércoles, frente al Congreso forma parte de esa arquitectura. Las fuerzas desproporcionadas desplegadas por la policía de la Ciudad no se limitaron a cumplir el oscurantista protocolo; como en otras oportunidades ensayaron una coreografía de intimidación y violencia que convierte el espacio público en zona sitiada y de escarmiento, como bien se describe en “La crueldad avanza. Otro miércoles de represión”.

Este texto no busca narrar lo que ya fue publicado en el artículo de Huella del Sur, citado anteriormente (el operativo, la represión, los heridos) sino desmontar la lógica que permite que eso ocurra una y otra vez sin escándalo ni interrupción. A partir de imágenes, archivos y genealogías institucionales, esta nota se propone pensar cómo el protocolo antipiquetes se convierte en una gramática estatal del castigo, donde el orden es escenografía y la violencia, dispositivo pedagógico. Lo que se analiza aquí no es sólo lo que pasó, sino lo que se repite, se normaliza y se organiza como forma de gobierno.

Foto: crédito Sol Erazo

La imagen de la formación policial que se alinea detrás de los fotoperiodistas construye la estética del control y el amedrentamiento. La imagen muestra una línea de efectivos antidisturbios frente a un carro hidrante, dispositivo de represión estatal que organiza la escena como amenaza. Varias personas registran el momento con cámaras. El acto de documentar también se vuelve práctica de resistencia. Aquí, la infraestructura no sirve para proteger, sino para desplegar una pedagogía del castigo. La violencia no aparece como excepción, sino como gramática rutinaria en la administración del espacio público.

En la siguiente imagen, un efectivo filma desde lo alto, en el balcón de un edificio, con trípode y cámara institucional. Pero no va a registrar la violencia, sino su versión coreografiada. La policía produce su propio relato visual.

Foto: crédito Sol Erazo

Este “consenso” del discurso político oficial que conculca derechos, pretendiendo que la “libre circulación” está por sobre el derecho al reclamo colectivo y que se edifica sobre la falsa construcción de un “deseo social” del fin de las protestas callejeras, queda totalmente desvirtuado toda vez que son las propias fuerzas represivas del propio Estado las que cortan las calles e impiden la circulación, como se ha mostrado con imágenes de drones en algunos medios.

El “caos de tránsito”, imagen tan cara a graficar por un sector mayoritario del periodismo, no es un producto de las manifestaciones sino de los operativos conjuntos entre las fuerzas de (in)seguridad de la Nación y la policía de la Ciudad de Buenos Aires. En esta oportunidad el patético espectáculo fue coreografiado por la infantería de la policía local, enviada por el jefe de gobierno, Jorge Macri, demostrando su “fiereza” contra adultos mayores y periodistas.

Cuerpo y escenografía: represión y resistencia

La escenografía represiva no funciona en vacío se despliega contra cuerpos que alteran su brutal gramática. Lo que se organiza frente al Congreso es la disputa por el sentido del cuerpo en ese espacio. Y esa disputa, por momentos, se vuelve visible, incluso cuando el dispositivo represor intenta invisibilizarla.

Foto: crédito Sol Erazo

En la imagen, una formación policial motorizada quiebra la escena cotidiana, una coreografía del control que anticipa el castigo como horizonte posible. La escena no comunica legalidad, sino potencia represiva. El intento de convertir el espacio en amenaza regulada; el castigo está disponible.

Foto: crédito Sol Erazo

En esta otra imagen, la cámara se detiene sobre quienes marchan. Son cuerpos diversos, apretados pero móviles, en gesto de afirmación. No hay escudos ni cascos, hay banderas, miradas, presencia. Esta imagen rompe la simetría del dispositivo anterior. No ofrece control ni formación, sino recorrido. Y en ese recorrido, los cuerpos ya no son objeto de escarmiento, sino sujetos de resistencia y rebeldía.

Ambas imágenes narran una tensión; la del Estado que dispone su fuerza como espectáculo del miedo y la de los jubiladxs que insiste en ocupar, caminar, resistir, hacer escuchar su voz, que desde lo íntimo se hace colectiva e impacta en el espacio público, lo construye como plural.

Mientras la coreografía represiva necesita ser vista; la resistencia produce su propio guion visual, sin uniformes, sin escudos, pero cargado de sentido, contra el sinsentido de la patética irracionalidad gubernamental.

El protocolo antipiquetes no regula acciones, produce ficciones. Pero en esas ficciones se cuelan otras narrativas, otras formas de estar, otras gestualidades. Y esas formas, aunque el dispositivo intente silenciarlas, logran interrumpir el relato disciplinario y violento, como lo demostraron las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.

De la coreografía del escarmiento a la inteligencia como amenaza

La escena frente al Congreso condensa algo más que una represión puntual expone una lógica donde la visibilidad del castigo opera como advertencia pública. Lo punitivo como estrategia pedagógica para los cuerpos que se movilizan y para los que observan.

La performatividad del castigo no se agota en el golpe ni en el avance policial, reside en el diseño, la anticipación, el gesto que aún sin concretarse, ya intimida. Cada escudo alineado, cada cámara institucional filmando la movilización, cada espacio barrial ocupado, actúa sobre el imaginario no para prevenir delitos, sino para instalar la idea de que el derecho puede ser suspendido por la sola voluntad del poder.

Ese diseño – consciente, iterativo, narrado por los propios agentes – no es espontáneo, responde a una gramática de inteligencia represiva que el Estado construye y difunde.

Imaginar el control: ficciones tácticas

Si el castigo se escenifica para producir temor, la inteligencia represiva opera antes y más allá de ese momento, anticipa, interpreta, ficcionaliza. No se trata solo de seguir, infiltrar o registrar, sino de construir relatos que organizan el sentido de la amenaza. Es el Estado narrando su propio poder, creando categorías como “violento funcional” o “infiltrado”, para legitimar la excepción.

Esta narrativa no emana de los hechos, los prefigura. Circula en partes de prensa, diagnósticos oficiales, informes de riesgo. Una forma de hacer inteligencia que no busca conocer, sino moldear percepciones; decir qué es peligroso, antes de que ocurra, lo que no va a ocurrir pero ya fue instalado en el imaginario social.

La performatividad no es solo del castigo físico, sino del relato estratégico, como recurso didáctico de la pedagogía del miedo. Una sintaxis de la sospecha que organiza y distribuye roles: cuerpos sospechosos, movimientos potencialmente hostiles, barrios leídos como zonas rojas. Todo lo que no se ajusta al guion estatal, puede ser reescrito como amenaza.

El día que ya conocíamos: la repetición como forma de gobierno

Lo ocurrido este miércoles no sorprende porque se repite. Y en esa repetición, el Estado reafirma su capacidad de ejercer violencia como única gramática política disponible. Es la administración cotidiana del miedo, legitimada por dispositivos técnicos y ficciones sobre la seguridad.

Cada jornada como esta reactualiza un guion que ya estaba escrito: presencia intimidante, deslegitimación de la protesta, escarmiento ejemplar, escenografía del “orden”. Relato oficial que culpa a los cuerpos que lo padecen. Lo que parece coyuntural, una manifestación, un herido en el suelo, es en realidad la pedagogía del disciplinamiento, practicada una y otra vez frente a quienes se atreven a no callar.

La repetición es la persistencia estructural del monopolio estatal de la violencia, ahora narrado como necesidad, eficiencia o protocolo. Lo que se impone no es el orden, sino la amenaza de que todo puede volver a suceder, porque nunca dejó de suceder.

Esa amenaza constante encuentra en sus ejecutores rostros ya conocidos. El actual ministro de Seguridad porteño, Horacio Giménez, no es un recién llegado, comandó la represión en el Hospital Borda en 2013, donde policías lesionaron a pacientes y trabajadores de la salud. Hoy, procesado y con una causa penal aún abierta, dirige las mismas fuerzas que, bajo el ropaje del protocolo, reactualizan la pedagogía de la crueldad. No se trata de excesos, sino de continuidades y de oscuras lealtades disciplinarias rayanas con el delito de uniforme.

La imágenes que se repiten miércoles tras miércoles, muestran la lucha por el sentido contra el sinsentido de la irracionalidad estatal-gubernamental, cuya única propuesta linda con lo luctuoso y sus sinónimos.

Imagen de portada: Sol Erazo (se repite al interior del texto).

Publicada en Huella del Sur  1/8/2025

miércoles, 23 de julio de 2025

La idiotez es ideología


En la Atenas clásica, el
 ἰδιώτης /idiṓtēs/ (idiota en griego ático) no era un insulto, sino una categoría política. Quienes no participaban o se desentendían de los temas públicos, no por ignorantes sino por indiferentes, eran los “idiotas”, ensimismados en lo privado.

Hoy, esa figura reaparece como doctrina de gobierno. Las políticas que destruyen lo público, el vaciamiento del Hospital Garrahan, el desmantelamiento del INTA y el INTI, la agresión presidencial a un niño con discapacidad, la estafa de $Libra, son expresiones de una ideología que convierte el desinterés por lo común en una aciaga virtud (valga el oxímoron).

La idiotez es ideología cuando el Estado se desentiende del cuidado (en sentido amplio), cuando la crueldad se naturaliza como pedagogía (como cuando se obligaba a lxs niñxs a arrodillarse sobre porotos o se les pegaba con la regla en la mano izquierda para que escribieran con la derecha, acciones que formaron parte de las prácticas escolares hasta casi la primera mitad del siglo XX) y la impunidad y la mentira se convierten en una estrategia didáctica (“el que evade es un héroe” -afirmó el señor presidente- o “el gendarme tiró como tenía que tirar” -aseguraba la ministra Patricia Bullrich-); en ese modelo, la ética pública se desvanece en el aire.

El Garrahan como emblema del ajuste y la resistencia ética

El Hospital Garrahan no es solo una institución pediátrica de alta complejidad, es un símbolo de lo que aún persiste como bien común en medio del despojo en el que se pretende convertir a la salud pública. Mientras sus trabajadores -médicos, enfermeras, técnicos, residentes, administrativos- marchan para reclamar lo que es justo y que también la población acompaña, el Estado despliega fuerzas de seguridad con escudos, camiones hidrantes y armas lanza gases. La escena no es excepcional, es la forma en que se responde a quienes sostienen la salud pública con salarios pulverizados, condiciones precarias y una infraestructura en deterioro. El ajuste no se discute, se impone. Y cuando se lo denuncia, se lo reprime.

El Garrahan atiende más de 600 mil consultas al año, muchas de ellas de alta complejidad, y concentra el 40% de los tratamientos oncológicos pediátricos del país. Sin embargo, el gobierno lo convierte en blanco presupuestario, lo desfinancia, lo precariza y lo somete a una lógica de eficiencia que no reconoce ni la urgencia ni la dignidad. La renuncia de más de 220 profesionales en los últimos meses es una señal de alarma que estas políticas gubernamentales celebran como logros para la reducción ἰδιώτης del déficit fiscal.

La marcha del Garrahan no es solo gremial, es ética. Porque defender el hospital es defender el derecho a cuidar, a ser cuidado, a que la infancia no sea tratada como gasto. Y cuando el Estado responde con escudos en lugar de políticas presupuestarias acordes a las demandas, lo que se revela es la pedagogía de la crueldad que convierte la salud en campo de disputa; como sucede con la educación y el conocimiento científico; la novedad es que no es una “disputa” por los enfoques de carácter epistemológico sobre la salud, la educación y el conocimiento, sino por su propia existencia pública (la tragedia de los 90 del siglo XX se repite como farsa en el primer cuarto de siglo del XXI).

Vetar, excluir, degradar: una arquitectura del abandono

La escena que involucra a Ian Moche, niñe autista de 12 años y activista por los derechos de las personas neurodivergentes, condensa de forma brutal la política de desposesión que se ejerce sobre las personas con discapacidad.

El ataque público desde la cuenta presidencial en la red X que acusó a Ian de ser manipulado por figuras de la oposición, fue una operación discursiva ejercida desde la investidura estatal. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía dictaminó que esa cuenta representa al Poder Ejecutivo, y por lo tanto, sus mensajes son actos institucionales. No hubo retractación ni retiro del contenido. ¡La pedagogía de la crueldad a pleno!

El señor presidente refugiado en su Estado ἰδιώτης agrediendo a un niño en nombre de una ideología que desprecia la diferencia, el cuidado y el derecho a existir públicamente.

El veto anunciado a la Ley de Emergencia en Discapacidad, aprobada por unanimidad en el Senado, no es una decisión técnica, es una declaración política: “Voy a vetar todo lo que rompa el equilibrio fiscal”, había dicho el señor presidente en su discurso del 10 de julio en la Bolsa de Comercio.

El gobierno también anunció el veto al aumento de las jubilaciones mínimas y moratorias previsionales, consolidando una doctrina que convierte el presupuesto en excusa para desmantelar lo público.

En paralelo, el vaciamiento del CONICET se profundiza: despidos, congelamiento de ingresos, reducción de becas, provincialización de institutos y una pérdida salarial que empuja al exilio académico. La ciencia, como la educación y la salud, es tratada como gasto por el gobierno y como futuro negocio privado, no como derecho.

Lo que se configura es una ética del descarte, en la que el Estado ἰδιώτης deja de cuidar para empezar a violentar. Y cuando la diferencia, la vejez, el saber y la infancia son atacados desde el poder, lo que se vulnera es el principio de humanidad que debería sostener toda política pública. En ese marco, la lucha epistemológica no es una consigna, es una necesidad. Porque lo que está en juego es el derecho a existir en el espacio público sin ser agredido, excluido, omitido o desfinanciado.

Economía del engaño, ética del vacío

La promoción oficial de $Libra por parte del señor presidente, Javier Milei, a través de su cuenta institucional en X, no fue una acción ingenua ni improvisada. Fue un acto performativo desde el núcleo del poder. La criptomoneda, carente de respaldo y diseñada para captar inversores mediante la narrativa libertaria, terminó generando pérdidas millonarias para miles de personas. La investidura presidencial se convirtió en garantía simbólica de lo que, en términos financieros, era una estafa. Ningún organismo estatal reguló, advirtió o desmintió la maniobra, el silencio fue cómplice, y la palabra presidencial, letal.

Pero el caso $Libra no se entiende cabalmente sin otro precedente institucional: la agresión contra Ian Moche. La misma cuenta de X, verificada con tilde gris y reconocida por la Justicia como canal oficial del Poder Ejecutivo, fue utilizada para hostigar públicamente al niñe autista de 12 años, activista por los derechos de las personas neurodivergentes. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía – como decíamos mas arriba y cabe recalcar – dictaminó que todo contenido emitido desde esa cuenta debe considerarse ejercicio de la función presidencial. No hubo retractación ni retiro del posteo. La pedagogía de la crueldad del mayor instituto del Estado ἰδιώτης en toda su dimensión agrediendo a un niño y promocionando una estafa desde la misma plataforma institucional.

La impunidad no reside en la ausencia de ley, sino en su suspensión voluntaria por parte de quien debería encarnarla ¡extraña y funesta paradoja!

Lo que se despliega aquí es el vacío de la ética presidencial, en el que la legitimidad del cargo se utiliza para habilitar el engaño y la violencia discursiva, degradando la confianza pública y el valor de lo común. $Libra no fue solo un fraude financiero, fue una muestra de cómo el poder puede convertirse en activo tóxico cuando se desentiende de toda responsabilidad institucional y se encierra en su propia ἰδιώτης.

Contra la idiotez, la lucha epistemológica

En la raíz griega del término ἰδιώτης (idiṓtēs) no hay insulto, hay advertencia. El idiota es aquel que se repliega en lo privado, que renuncia a la vida pública, que se desentiende de la polis. No es ignorancia, es elección. Y en esa elección, lo común se vuelve prescindible, lo público se degrada, y el cuidado se convierte en gasto. Hoy, esa figura no solo reaparece: se institucionaliza. Se convierte en doctrina de gobierno, en arquitectura del abandono, en pedagogía de la crueldad.

Frente a esa racionalidad, la lucha no es solo política, es epistemológica. Porque lo que está en disputa no es únicamente qué se dice, sino qué se puede conocer, qué se puede nombrar, qué se puede cuidar. La epistemología no es una abstracción académica: es el campo donde se define qué vidas merecen ser pensadas, qué saberes son reconocidos, qué experiencias son legitimadas. Y cuando el Estado veta, excluye y degrada, también desactiva el derecho a conocer.

La lucha epistemológica es, entonces, una forma de resistencia. Es el gesto de quienes nos negamos a aceptar que la crueldad sea eficiencia, que el silencio sea neutralidad, que el daño sea un acto de gobierno. Es el trabajo de quienes escriben, enseñan, investigan, cuidan, marchan. Es el derecho a disputar el sentido, a nombrar el abandono, a construir saberes que no se plieguen al mandato de la idiotez.

Porque si el idiṓtēs es quien se desentiende de lo común, la lucha epistemológica es el acto de reconstituir lo colectivo. De pensar con otros, cuidar con otros, saber con otros. Es el gesto de quienes nos rehusamos a la soledad política que impone el neoliberalismo, y en cambio afirman el vínculo, el trabajo compartido, la comunidad y lo comunitario como forma de resistencia. En ese gesto, lo público deja de ser una categoría administrativa y vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser, una forma común de vida, tejida en plural, sostenida en el cuidado, y abierta a la disputa por el sentido.

Porque, claro, otros sentidos son necesarios para otros mundos posibles donde la idiotez sea la única categoría excluida.

Publicada en Huella del Sur 23/7/2025


Imagen de portada: GNDiario

lunes, 14 de julio de 2025

Niñez y eficiencia. Hambre y desposesión

  

Niñez y eficiencia                                                                         

 

"Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, señala el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. La sentencia interpela no solo al modo en que se mide la pobreza, sino a la racionalidad que decide qué debe ser medido y qué puede ser omitido. En Argentina, más de 4 millones de niños conviven con inseguridad alimentaria, pero la carencia no reside únicamente en la falta de alimento, sino en una cadena de privaciones afectivas, cognitivas y sociales que modelan subjetividades.

Las políticas públicas, lejos de reparar esa trama de desigualdades, refuerzan su invisibilidad y profundizan el estado social deficitario cuando operan bajo criterios de eficiencia. Cuando la prioridad del gobierno es la reorganización del Estado donde los derechos se subsumen a métricas y algoritmos de gestión, el hambre, el deterioro cognitivo y el abandono educativo dejan de ser urgencias sociales para convertirse en externalidades técnicas.

Tal como lo expusimos en La eficiencia como el significante de la desposesión, esta lógica pedagógica enseña por omisión: lo que no se nombra, también produce sentido político. En el presente artículo proponemos una lectura transversal que vincula el hambre infantil con las políticas tecnocráticas, desmontando la neutralidad de las pruebas estandarizadas, los decretos administrativos y los organismos multilaterales que operan como arquitectos de una pedagogía del sesgo. Porque si la niñez es uno de los territorios donde se disputa el futuro, la exclusión es una forma de extinción.

Eficiencia y hambre: la desposesión como política estructural

“Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, advierte el informe del Observatorio de la Deuda Social. Esta afirmación desestabiliza el paradigma contable que domina la gestión estatal, lo que no se traduce en cifras, no existe para la política pública. En ese marco, la eficiencia se convierte en un significante que no organiza recursos, sino que legitima omisiones, retiene alimentos y abrigo en los galpones del ministerio de Capital (in)Humano.

Durante 2024, el 35,5% de los niños y adolescentes en Argentina atravesó inseguridad alimentaria, y el 16,5% lo hizo en su forma más severa. Pero el hambre no es solo una carencia nutricional, es una forma de desposesión cognitiva, afectiva y simbólica. La desnutrición crónica afecta el desarrollo cerebral, compromete la memoria, la atención y el aprendizaje. En contextos de pobreza estructural, la infancia aprende desde la carencia, y ese aprendizaje no se mide en las pruebas estandarizadas ni en los informes de gestión.

El Decreto 436/2025, al instalar la eficiencia como principio rector, consolida una racionalidad que omite lo esencial porque no puede ser cuantificado. La supresión de políticas como “Educar en Igualdad” no responde a una evaluación pedagógica, sino a la lógica de desposesión: lo que no produce resultados medibles, se elimina. En ese sentido, el hambre infantil y la eliminación de contenidos educativos referidos a la igualdad no son hechos aislados, sino expresiones de una misma arquitectura política.

La eficiencia, entonces, no es una herramienta de mejora, sino un dispositivo de exclusión. Desposee a las niñeces de alimento, de afecto, de contexto y de sentido. Y al hacerlo, transforma el Estado en un gestor de carencias, donde los derechos se convierten en gastos y las vidas en externalidades.

Evaluar sin contexto: la estandarización como pedagogía del sesgo

“Las pruebas estandarizadas no miden lo que los alumnos saben, sino lo que pueden repetir bajo condiciones artificiales de evaluación” — advertía Robert Glaser, uno de sus propios diseñadores de los “test” estandarizados. En Argentina, estos dispositivos se han naturalizado como herramientas objetivas, cuando en realidad funcionan como instrumentos de clasificación y control, descontextualizados del entorno cognitivo, afectivo y material de quienes van a ser ¿evaluados?

El informe del Observatorio Social revela que más de 4 millones de niños y adolescentes enfrentan inseguridad alimentaria, y que el 16,5% lo hace en su forma más severa. Este dato es estructural: el hambre compromete funciones cognitivas esenciales (memoria, atención, lenguaje) moldeando la subjetividad del propio desarrollo educativo marcado por la precariedad. Sin embargo, las pruebas estandarizadas ignoran estas variables constitutivas y ofrecen resultados que refuerzan la exclusión como si fuera una diferencia de mérito o esfuerzo.

Desde una perspectiva crítica, como ya decíamos en 2016, en el artículo Las pruebas estandarizadas, otro mito del proceso de la reforma educativa,  que este modelo no mide saberes reales, sino procedimientos repetitivos y reconocimiento de resultados. En ese análisis afirmábamos: “Estas pruebas no miden lo que los alumnos saben, sino la capacidad de recordar procedimientos, o reconocer un resultado cuando se les presentan opciones múltiples.”

Este enfoque muestra cómo las pruebas se articulan con los lineamientos de organismos multilaterales que promueven la educación como mercancía, desplazando el pensamiento crítico en favor de la obediencia evaluativa y anulando el sentido pedagógico de la construcción de conocimiento como proceso.

La estandarización, entonces, opera como una pedagogía del sesgo que invisibiliza el hambre, el deterioro cognitivo y la desigualdad estructural, y lo reemplaza por una métrica que legitima la exclusión. Evalúa sin contexto, sin historia, sin cuerpo.

Breve paréntesis: cuerpo, hambre y lenguaje

“Confundir un problema de aprendizaje reactivo con un síntoma del ‘no aprender’ es como confundir a un desnutrido con un anoréxico”, escribe Inés Cristina Rosbaco en El desnutrido escolar. Dificultades de aprendizaje en los niños de contextos de pobreza urbana.  Esa distinción es política: el desnutrido escolar no elige no aprender, el entorno lo desactiva. Frente al fracaso, “ya ni siquiera puede defenderse”, porque lo que está roto no es su voluntad, sino las condiciones para que esa voluntad exista.

Rosbaco identifica una escena educativa en la que “la pobreza queda borrada como condición estructural y transformada en dificultad personal”. La escuela, muchas veces, en vez de ser refugio o reparación, se convierte en mecanismo de reiteración de esa violencia. Clasifica sin reconocer, evalúa sin contexto, patologiza el silencio del hambre.

El hambre, en este marco, es interrupción de lenguaje. Es cuerpo que no llega al aula para aprender, sino para resistir. La mirada ausente, el juego apagado, la palabra cortada son formas concretas de la desposesión. Nada más cínico que desconocer las causas del latiguillo “seis de cada diez niños no comprenden lo que leen”, producido por quienes diseñan las políticas que invisibilizan lo que estamos visibilizando en este artículo y que a la sazón, son las causas.

Es simple, allí donde se impone la eficiencia como significante de desposesión, el niño “no puede sostener el deseo de aprender” porque el sistema no está diseñado para sostenerlo.

Este paréntesis no busca conmover ni suavizar la crítica. Se propone restituir el cuerpo como campo de disputa. No hay déficit; hay exclusión estructural. No hay falla individual; hay abandono estatal. Y frente a ese abandono, cada cuerpo que aún persiste en el aula interrumpe la lógica del descarte.

Las niñeces frente a la arquitectura del daño

La eficiencia se ha instalado como el significante central de una gramática institucional que no organiza recursos, sino que desactiva derechos. Su poder no radica en lo que propone, sino en lo que permite omitir. Bajo su forma más sofisticada, la estandarización, la evaluación contable, el lenguaje administrativo, opera una política de desposesión que transforma las niñeces y adolescencias en territorio de cálculo, y su hambre en externalidad.

Las cifras del informe muestran que millones de niñxs atraviesan sus niñeces con hambre. No es un fenómeno excepcional ni transitorio, es una estructura persistente que impacta en el cuerpo, la cognición y el deseo. Como advierte Inés Rosbaco, el desnutrido escolar no fracasa por ignorancia, sino porque el sistema le niega las condiciones mínimas para sostener el deseo de aprender. La escuela, enclavada en la reforma neoliberal, no  repara, más bien prolonga, más allá de la voluntad docente. Y el Estado, cuando prioriza la eficiencia como criterio rector, se vuelve pedagogo del daño.

El orden institucional no se configura en torno a la protección, sino a la medición y punición. Y lo que no se mide, se omite. La violencia social no entra en los algoritmos, el hambre no figura en los mapas de riesgo educativo, la desigualdad no se reconoce como límite a la meritocracia. Así, lo que falta se transforma en culpa y lo que duele en déficit técnico.

Este artículo no propone una lectura sensiblera, sino una denuncia con disposición a la disputa por el sentido. Porque frente a la pedagogía del sesgo, solo una pedagogía del reconocimiento puede sostener el deseo de futuro. Y ese deseo no se mide, no se estandariza, no se administra. Se enciende, se protege, se nombra, se acompaña, se hace colectivo. Forma parte de una lucha epistemológica.

Imagen de portada: Comunitaria

Publicada en Huella del Sur 12/7/2025

jueves, 3 de julio de 2025

La eficiencia como el significante de la desposesión

 

El Decreto 436/2025 como pedagogía de la omisión: cuando el Estado transforma derechos en estorbos contables.

El presidente Javier Milei no ha ocultado su objetivo: “destruir al Estado desde adentro”. Lo ha dicho con orgullo, comparándose con un topo infiltrado o incluso con un Terminator llegado del futuro para evitar el apocalipsis. Pero ese apocalipsis, para muchos, ya comenzó. El Decreto 436/2025, que elimina la jornada “Educar en Igualdad” y desactiva políticas de educación vial, es apenas una pieza más en un engranaje mayor: el desguace sistemático de las instituciones públicas que garantizan derechos.

El decreto justifica sus medidas afirmando que “la coexistencia de un Observatorio de la Educación Vial y del Consejo Federal de Seguridad Vial genera una superposición de funciones que resulta contraria a los principios de eficiencia administrativa y racionalidad presupuestaria”. Pero esa supuesta duplicidad no se resuelve con articulación o fortalecimiento institucional, sino con eliminación lisa y llana.

Más grave aún, el decreto sostiene que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”. Bajo ese argumento, se deroga el artículo que establecía la jornada nacional “Educar en Igualdad”, desentendiéndose de una política pública que visibilizaba la violencia de género en las escuelas. El Estado nacional borra derechos educativos, de los que jamás se habla, porque el derecho a la educación se fija desde las macropolíticas, pero el ejercicio de ese derecho aparece en las prácticas concretas, y para que esas prácticas puedan activarse se necesita de la información para abonar el conocimiento y esas operaciones solo se dan en las escuelas y recorren un circuito: enseñanza-aprendizaje.

Desde el inicio de su gestión, Milei ha avanzado con una lógica de ajuste que no distingue entre eficiencia y desprotección. El desfinanciamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), la parálisis y desmantelamiento del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) y del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA); la asfixia presupuestaria a las universidades públicas no son hechos aislados, responden a una visión ideológica que desprecia la producción pública del conocimiento. La educación sexual integral, por su parte, ha sido blanco de ataques discursivos y recortes concretos, bajo la falaz acusación de “adoctrinamiento”.

Pero quizás el signo más brutal de esta política sea el vaciamiento del Hospital Garrahan, el mayor centro pediátrico del país y casi con seguridad en Latinoamérica. En pleno invierno, sectores del hospital funcionan sin calefacción, mientras sus trabajadores denuncian la falta de insumos, salarios de una precariedad obscena, el deterioro edilicio y la ausencia total de diálogo con las autoridades nacionales. El ajuste, en este caso, se vuelve visible en su forma más cruel: se mide en grados de frío, en camas sin mantas, en niñeces vulnerables expuestas a la lógica del recorte. La “eficiencia”, que no es un principio administrativo, se convierte en un acto de crueldad institucional, en la máscara de la motosierra gubernamental que entra al hospital pediátrico.

Este artículo traza el mapa de ese desmantelamiento no solo en términos administrativos, sino como una disputa cultural.

Educar en igualdad, borrar con decreto

Uno de los gestos más significativos del Decreto 436/2025 es la derogación del artículo 3° de la Ley 27.234, que establecía la jornada nacional obligatoria “Educar en Igualdad: Prevención y Erradicación de la Violencia de Género” en todos los niveles del sistema educativo. El decreto justifica esta decisión afirmando que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”.

Pero esta apelación al federalismo no es una garantía de derechos, sino una estrategia de repliegue. La jornada “Educar en Igualdad” no era una imposición, sino una política federal que aseguraba un piso común de formación en derechos humanos, prevención de violencias y construcción de ciudadanía. Su eliminación no solo borra una fecha del calendario escolar, borra un mensaje del Estado, al mismo tiempo que inscribe otro en la borratina.

El decreto no propone una alternativa ni sugiere mecanismos de articulación con las provincias. Simplemente deroga. Y en esa omisión, el Estado enseña: enseña que la violencia de género ya no es una prioridad institucional. La “ausencia” es performativa.

Esta medida se inscribe en una narrativa más amplia que deslegitima la perspectiva de género como parte de la educación pública. No es casual que el decreto omita toda mención a la Ley de Educación Sexual Integral (26.150), blanco frecuente de ataques por parte del oficialismo. La pedagogía que se impone es instrumental: lo que no se mide en términos de gasto, se descarta.

Las políticas públicas, especialmente en el campo educativo – como dijimos – son performativas: producen sentido incluso cuando se eliminan. La jornada “Educar en Igualdad” decía: “el Estado reconoce la violencia de género como un problema estructural y se compromete a prevenirla desde las aulas”. Su supresión también dice algo: que ese compromiso ya no está.

La coartada de la eficiencia

El Decreto 436/2025 se presenta como un instrumento de “racionalización administrativa” orientado a la “eficiencia en el uso de los recursos públicos”. En sus considerandos, alude a una supuesta superposición de funciones entre el Observatorio de la Educación Vial y el Consejo Federal de Seguridad Vial, como argumento para justificar su eliminación. Pero ese razonamiento no se traduce en una propuesta de articulación ni en un fortalecimiento institucional: la respuesta es la supresión.

Este patrón se repite a lo largo del decreto: no hay diagnóstico pedagógico, evaluación de impacto ni plan de mejora. La ausencia de políticas activas se gestiona con más ausencia. Lo que no funciona, no se corrige; se elimina. En esa lógica, la eficiencia deja de ser un principio de optimización para convertirse en un instrumento de desposesión.

Este tipo de razonamiento descarta toda dimensión performativa de lo público. La eficiencia, así entendida, se vacía de contenido social y se convierte en un significante contable, útil para justificar cualquier decisión que implique desarme institucional. Lo pedagógico muere ante lo administrativo. Lo formativo, ante lo presupuestario.

El discurso técnico desplaza la responsabilidad política: las decisiones ya no se presentan como elecciones ideológicas, sino como necesidades de gestión. Pero esa neutralidad es ficticia. La eficiencia es el significante de la desposesión

Federalismo selectivo: la retirada como doctrina

Uno de los argumentos centrales del Decreto 436/2025 es que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”. Bajo esa premisa, el Ejecutivo nacional deroga el artículo 3° de la Ley 27.234 —que establecía la jornada “Educar en Igualdad”— y traslada la responsabilidad a las provincias.

Pero esta apelación al federalismo no es una garantía de derechos, sino una estrategia de repliegue. Si bien la educación es una competencia compartida, como (todavía) lo manifiesta la Ley de Educación Nacional (26.206) —que el decreto omite— establece que el Estado nacional debe garantizar contenidos comunes y políticas integradoras en todo el país. Y la jornada derogada era precisamente eso: una política federal que fijaba un piso mínimo de formación en derechos.

Como ocurre en otras medidas del decreto, no se ofrecen criterios de continuidad ni herramientas de articulación interjurisdiccional. Simplemente se elimina la política, dejando en manos de cada provincia —con sus disparidades presupuestarias, ideológicas y logísticas— la posibilidad o no de sostenerla. El derecho, entonces, deja de ser universal para volverse contingente.

La motosierra gubernamental también pone en evidencia un doble estándar. El mismo gobierno que invoca la autonomía provincial para retirarse de la educación en igualdad, no duda en imponer desde el centro techos salariales, reformas estructurales o recortes presupuestarios. El federalismo, en este marco, no es un principio rector, sino una coartada, un argumento que se activa según convenga al ajuste.

El resultado es previsible: la igualdad —como contenido y como horizonte— deja de estar garantizada por el Estado nacional y se vuelve una geografía de desigualdades. Lo que se pierde no es solo una jornada escolar, sino una noción de país que no reconoce lo común como condición de justicia.

El Estado que enseña por omisión también educa

El Decreto 436/2025 no es una anomalía: es una pieza coherente dentro de un proyecto de desmantelamiento que se presenta como modernización. Bajo la retórica de la eficiencia y el respeto al federalismo, el Estado nacional desactiva políticas públicas y convierte derechos en gastos prescindibles. Pero por aquello de su propia performatividad, educa y enseña que hay temas que ya no merecen ser nombrados, ni protegidos, ni transmitidos.

La eliminación de la jornada “Educar en Igualdad” no es solo una omisión: es una decisión política que borra del calendario escolar una conversación urgente. La supresión del Observatorio de la Educación Vial, en un país donde casi 6.000 personas murieron en siniestros viales en 2024, no es eficiencia: es negligencia institucional. Y la apelación al federalismo como excusa para desentenderse de contenidos comunes no es respeto por las autonomías: es abandono encubierto.

Este patrón no es exclusivo del ámbito educativo. El vaciamiento del CONICET, del INTI, del INTA, de las universidades públicas, y el ataque al Hospital Garrahan —donde niños internados pasan frío por falta de calefacción— revelan que la eficiencia, tal como la enuncia el gobierno, no es una herramienta de gestión, sino la ideología de la desposesión. Una ideología que mide el valor de lo público según su rentabilidad inmediata, y que considera al conocimiento, al cuidado y a la igualdad como lujos innecesarios.

El Estado, incluso cuando calla, produce sentido. Y lo que enseña hoy —con sus decretos de mutilación, su desprecio por lo público— es que hay derechos que ya no considera dignos de ser defendidos. La pedagogía de la desposesión y la crueldad no es neutra: forma subjetividades, modela expectativas, define lo posible. Y en ese sentido, educa. Pero educa para la desigualdad, la fragmentación, la desmemoria, el individualismo exacerbado y la idiotez celebrada por un “hombre sin atributos”.

Frente a esa pedagogía la potencia colectiva de la docencia se activa contra las máscaras de las motosierras de la desposesión. Porque lo que se borra, se puede volver a escribir. Y lo que se calla, se puede volver a decir.

Imagen de portada: blog del secretario Mike.

Publicado en Huella del Sur 3/6/2025

domingo, 22 de junio de 2025

De la simulación laboral a la tercerización educativa: la trama privatista detrás de las ACAP

 

La reciente publicación del Informe 2428/2025 de la Auditoría General de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires confirma, con datos oficiales, lo que desde hace años venimos denunciando desde el campo de la pedagogía crítica: que las llamadas Actividades de Aproximación al Mundo del Trabajo (ACAP) no son otra cosa que un dispositivo de tercerización educativa, subordinado a los intereses del mercado y funcional a la lógica empresarial que atraviesa las políticas públicas en educación.

Estas prácticas fueron diseñadas e impulsadas por el Ministerio de Educación porteño durante la gestión de Soledad Acuña, con el aval del entonces jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta, y desplegaron una red de convenios con fundaciones y empresas nucleadas en el Grupo de Fundaciones y Empresas (GDFE). Ya lo advertíamos en 2022“El programa de ‘prácticas educativas’, incluido en la currícula, implica 120 horas de un estudiante ‘premoderno’ del siglo XXI, trabajando gratis, para empresas o fundaciones pertenecientes al Grupo Fundaciones y Empresas (GDFE)…”.

En marzo de ese mismo año, Acuña se reunió con más de 50 representantes del GDFE para avanzar en la implementación de las ACAP y anunciar la creación de un “sello de empresa comprometida con la educación”, que otorgaría beneficios a las instituciones que participaran del programa. Así, bajo el ropaje de la “responsabilidad social”, se consolidó un esquema en el que las empresas accedían a incentivos fiscales mientras los estudiantes eran obligados a realizar tareas gratuitas, muchas veces sin relación con su formación.

Esta política no solo no fue revisada, sino que hoy es sostenida por el actual jefe de Gobierno Jorge Macri y profundizada por su ministra de Educación, Mercedes Miguel, como continuidad sin fisuras del mismo proyecto privatista. La simulación continúa, ahora con respaldo institucional y silencio político.

La Auditoría porteña como confirmación tardía de una denuncia sostenida desde el campo crítico

El Informe 2428/2025 de la Auditoría General de la Ciudad expone con precisión lo que desde hace años se viene señalando en los espacios de pensamiento y militancia pedagógica crítica: el programa ACAP no se erige como una estrategia de fortalecimiento institucional o pedagógico, sino como un dispositivo que opera por fuera de toda lógica formativa, bajo criterios de eficiencia y alineamiento empresarial.

El documento señala que “en el 12% de las divisiones analizadas, las actividades realizadas no guardaban relación con la orientación de la división”, lo que implica una violación directa del principio de pertinencia formativa. Además, se registra un “déficit del 76% en la cobertura de vacantes en escuelas artísticas”, mientras que las escuelas normales superiores presentaron un “excedente del 747%”, sin que medie criterio pedagógico alguno que justifique ese desequilibrio. A esto se suma una exclusión estructural: “Durante el año 2023 no se asignaron vacantes a estudiantes del turno noche.”

El informe también remarca la ausencia de normativa específica que regule las condiciones en que los y las estudiantes participan de estas prácticas: “No se identificaron mecanismos de compensación económica ni normativa específica que regule las condiciones de las actividades realizadas”. Lejos de tratarse de una estrategia de formación profesional, lo que aparece es un modelo de trabajo gratuito impulsado y legitimado por el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La Auditoría va más allá y establece el incumplimiento de la Ley 3.541[1], al señalar que “las actividades desarrolladas no se ajustan a los principios establecidos en la ley, en tanto no garantizan el carácter formativo, la supervisión pedagógica ni la adecuación a los diseños curriculares”. Además, se advierte una omisión deliberada del proceso de evaluación y consulta a los actores escolares: “No se encontraron evidencias de instancias de evaluación institucional del programa ni de participación de los actores escolares en su diseño.”

Cada uno de estos puntos revela una estructura institucional que excluye a los sujetos pedagógicos (docentes, estudiantes, equipos directivos) del proceso de construcción educativa, y que adopta, en su lugar, un marco de decisiones verticales, instrumentales y vaciadas de sentido. Lo que el informe presenta en registros técnicos, se enraíza en un proyecto político: tercerizar, desescolarizar y funcionalizar lo educativo como mercancía.

Lo que la Auditoría presenta como hallazgos, ya lo habíamos propuesto como diagnóstico político y pedagógico. En 2022 habíamos escrito: La escuela como empresa requiere de estudiantes funcionales, dóciles, maleables; de un conocimiento útil para el mercado, pero prescindible para la emancipación. Esa frase hoy resuena con más fuerza, no solo como advertencia, sino como evidencia.

Continuidades sin ruptura: Jorge Macri y Mercedes Miguel profundizan lo heredado

Los hallazgos del informe 2428/2025 de la Auditoría General no revelan una falla administrativa ni un error de implementación: dan cuenta de un diseño político deliberado, cuyas bases fueron establecidas bajo la gestión de Soledad Acuña con el respaldo de Horacio Rodríguez Larreta, y que continúa vigente —sin fisuras— bajo el actual gobierno de Jorge Macri y su ministra de Educación, Mercedes Miguel.

Miguel no es ajena a esta arquitectura. Formó parte del mismo engranaje político-pedagógico que impulsó las ACAP, primero desde la Dirección General de Planeamiento e Innovación Educativa y luego como secretaria de Innovación del Ministerio nacional durante la gestión de Esteban Bullrich en el gobierno de Mauricio Macri. Su llegada al gabinete de Jorge Macri en la Ciudad no implicó una ruptura con el modelo anterior, sino su legitimación y profundización.

El programa de prácticas obligatorias sigue vigente, sin revisión ni evaluación pública, consolidando esa pedagogía de la simulación que ya fue descripta en “8.000 estudiantes, Endeavor…”. Vínculos ficticios con el mundo del trabajo, tareas sin contenido formativo, y jornadas laborales encubiertas bajo el eslogan de “experiencia educativa”.

Como señalamos, esta continuidad no es casual: “Las fundaciones empresariales no sólo ocupan la escena pedagógica, sino que diseñan los sentidos y los objetivos de lo educativo como si fueran políticas públicas”. Esa captura del sentido por parte de corporaciones y la (pseudo) filantropía tecnocrática permanece intacta.

Las ACAP son solo una pieza de una maquinaria más amplia, donde la escuela deja de ser espacio de derecho para devenir herramienta de inserción laboral precarizada. Que ese diseño persista, incluso luego de las evidencias recolectadas por un organismo de control estatal, no hace más que confirmar que el problema no es técnico: es ideológico.

La pedagogía de la simulación que persiste

La publicación del informe de la Auditoría no inaugura un conflicto: lo confirma. Lo que desde el campo pedagógico venimos señalando como parte de un proceso de mercantilización del saber, ahora queda expuesto por el propio Estado, que —tardíamente— da cuenta de las consecuencias de haber cedido el sentido de la educación a fundaciones, CEOs y gestores estudiantiles.

Las ACAP no son un programa aislado, sino la expresión sintética de un paradigma educativo que renuncia a formar sujetos críticos para producir performatividad mercantil. Una escuela domesticada, desligada del pensamiento y subordinada a la empleabilidad es la escuela que necesitan los dueños del presente.

No asistimos a un simulacro, en sentido tradicional que quienes lo protagonizan saben que no es real, sino que presenciamos una simulación en el sentido baudrillardiano*: una política que se presenta como verdad pedagógica, pero que enmascara su carácter de dispositivo de disciplinamiento a los intereses del mercado y de vaciamiento del sentido público de la educación. Frente a eso, pensar, escribir y denunciar no es un gesto testimonial: es una acción pedagógica.

La simulación persiste, pero también la potencia de quienes nos negamos a naturalizarla.

*Baudrillard, Jean. La transparencia del mal: Ensayo sobre los fenómenos extremos. Barcelona: Editorial Anagrama, 1991, p. 51.

Imagen de portada: educandomeparaemprender.com


[1]La Ley 3.541 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sancionada en 2010, crea el Sistema de Prácticas Educativas Preprofesionales para estudiantes de los dos últimos años del nivel secundario (media, técnica, artística y normales). Esta norma establece que las prácticas deben tener carácter exclusivamente pedagógico, ser no obligatorias, y estar articuladas con los planes de estudio y el Proyecto Educativo Institucional de cada escuela.

Publicado en Huella del Sur 20-06-2025 y en Izquierda Diario 23-6-2025

jueves, 12 de junio de 2025

Represión y colonialidad: una semiótica del poder

 

El ejercicio del poder no se limita a la acción directa del Estado sobre los cuerpos y las instituciones. También se construye y legitima a través del lenguaje, los símbolos y las narrativas que moldean la percepción colectiva de la realidad. La semiótica, como disciplina que estudia los signos y su significado en los procesos sociales, nos permite analizar cómo la represión y la colonialidad se inscriben en los discursos que justifican la violencia estatal, la criminalización de la protesta y la manipulación de la justicia.

Desde el uso estratégico de términos como “orden”, “seguridad” y “justicia”, hasta la representación mediática de figuras opositoras como enemigos del sistema, el poder opera mediante una pedagogía que educa a la sociedad en la aceptación del sometimiento. Por esto, es fundamental desmontar los dispositivos simbólicos que naturalizan la violencia y exponer la estructura semiótica que sostiene el disciplinamiento social bajo discursos de legitimidad y progreso.

Este enfoque permite comprender no solo los hechos, sino la construcción discursiva que los transforma en herramientas de control.

La historia se ha construido sobre relatos que legitiman la violencia como mecanismo de control social. Desde la pedagogía crítica, entendemos que la educación (que no solo es escolar o académica, sino que incluye la gestualidad política) no es neutra, sino un campo de disputa donde se moldean subjetividades y se perpetúan estructuras de opresión o es liberadora y crítica.

La teoría decolonial, por su parte, nos recuerda que la colonialidad persiste en las formas de pensamiento, en la economía y en la política, mucho más allá del fin formal del colonialismo. En este marco, el discurso del señor presidente en España, en el Madrid Economic Forum[i], regado de insultos y diatribas como es su costumbre, vuelve a argumentar sus inconsistencias valorativas con el concepto de “Occidente”, que no solo es una falacia histórica, sino también un dispositivo semiótico que refuerza la lógica de exclusión y violencia, como veremos, brevemente, en este artículo.

La crisis ética y la justicia como dispositivo de control

Tras el establecimiento de una narrativa que naturaliza la violencia estatal como un mecanismo de orden, el poder se despliega en acciones concretas que configuran su pedagogía de la impunidad. El arresto de Juan Grabois, sin orden judicial, se inscribe dentro de una estrategia de disciplinamiento político que (cada vez más) el señor presidente y su ministra de (in) Seguridad, Patricia Bullrich han llevado adelante con el objetivo de neutralizar cualquier resistencia organizada. Su detención no es un hecho aislado, sino un mensaje claro: la protesta será castigada y cualquier figura disidente será objeto de criminalización.

La pedagogía del abuso de poder también se manifiesta en la violencia policial y su posterior legitimación institucional. Thiago Correa, un niño de siete años, fue asesinado con once disparos por un policía de civil. La ministra de (in) seguridad no solo defendió al oficial, sino que trasladó la culpa a los asaltantes, justificando la tragedia como un daño colateral. Este tipo de discursos refuerzan la idea de que la violencia es inevitable y que las víctimas son responsables de su propio sufrimiento. La repetición de estas narrativas intenta educar a la población en la aceptación de la impunidad como norma.

La nueva detención del referente mapuche, Facundo Jones Huala por los dichos durante la presentación de su libro, alimentan las fantasías terroristas de la ministra de (in)Seguridad, que vuelve su ensañamiento contra los luchadores por la reivindicación su pueblo.

El uso de la justicia como herramienta de disciplinamiento quedó explícito en la sentencia contra Cristina Kirchner, confirmada por la Corte Suprema. La condena no solo la inhabilita políticamente, sino que también afianza el modelo de persecución judicial como un mecanismo de control sobre figuras opositoras. Como se sostiene en La pedagogía de la crisis ética, el sistema judicial ha dejado de operar como una garantía de justicia para convertirse en un dispositivo de privilegio que mantiene intacta la estructura del poder dominante.

El caso de Pablo Grillo, periodista golpeado por un cartucho de gas lacrimógeno en una manifestación, expone otra faceta de esta estrategia: la represión de la prensa. Bullrich minimizó el ataque y descalificó políticamente a la víctima, negando la gravedad de lo sucedido. Este tipo de respuestas estatales no son errores comunicacionales, sino parte de un mecanismo de legitimación de la violencia institucional contra sectores que desafían la narrativa oficial.

El poder opera sobre una crisis moral y ética que define quiénes pueden ejercer la palabra legítima en el espacio público y quiénes deben ser castigados por hacerlo. En este marco, el concepto de “Occidente” que Milei propone no es más que un dispositivo de manipulación.

Occidente como construcción ideológica y la semiótica del poder

El discurso de Milei en España no es solo una provocación política, sino una operación semiótica que busca consolidar una visión del mundo donde la violencia estatal y el ajuste estructural aparecen como inevitables. Su afirmación de que en Argentina “volvimos a abrazar los valores de Occidente(…) abrazar la cultura judeo-cristiana, reconocer al dios de Israel y en lo político la república romana y la democracia griega. Eso constituye la democracia liberal que venimos a defender en los valores de Occidente…” es una falacia histórica que oculta las raíces coloniales de ese mismo Occidente que hoy presenta como modelo de libertad; las citas de Roma y Grecia no hacen más que ratificar su admiración imperialista, puesto que luego habla de la alianza con los Estados Unidos e Israel, responsables del genocidio palestino.

Como señalamos en otros artículos, la noción de Occidente ha sido utilizada históricamente para justificar el genocidio en América, la imposición de la colonialidad del poder y la construcción de sistemas de dominación económica en nombre del cristianismo, primero y de la “modernidad”, después. El señor presidente pretende presentar “Occidente” como una estructura homogénea de valores que sostienen la democracia liberal, cuando en realidad la modernidad occidental ha sido el resultado de guerras, exclusiones y apropiaciones forzadas.

La referencia a la cultura judeo-cristiana en su discurso ignora que los judíos fueron expulsados de España en 1492, en un proceso de limpieza étnica que consolidó la hegemonía cristiana sobre el Estado. No hubo en la historia una convivencia armónica entre las tradiciones judía y cristiana bajo el paradigma occidental, sino una relación marcada por persecuciones, exilios y subordinación. El uso estratégico de este concepto por parte del señor presidente opera como una manipulación semiótica que refuerza la idea de que Occidente es un bloque histórico indivisible, cuando en realidad es una construcción ideológica y geopolítica al servicio del poder.

La semiótica nos permite analizar cómo Milei utiliza símbolos y narrativas para reforzar una visión del mundo que legitima la concentración del poder y la eliminación de cualquier resistencia. Su discurso no es solo una opinión extrema, sino un eje de gobierno que valida la violencia y alimenta la polarización social. Los sectores libertarios no buscan administrar el Estado, sino utilizarlo como un mecanismo de disciplinamiento para destruir cualquier resistencia y ponerlo, plenamente, al servicio de los grandes capitales corporativos.

Una pedagogía crítica contra la impunidad

Cada acción del poder es una lección. La represión enseña que la protesta es castigada. La impunidad policial enseña que hay vidas que no valen. La persecución judicial enseña que la democracia puede ser manipulada. El discurso extremista de la derecha y los libertarios como sus exponentes de rancia estirpe, enseña que el odio es una herramienta política. Estos eventos no son aislados, sino actos deliberados que construyen un programa sociocultural de sometimiento.

Como plantea La pedagogía de la crisis ética, es imprescindible una pedagogía crítica que revele los dispositivos de encubrimiento y desmonte la narrativa del abuso. La justicia no puede ser solo un mecanismo de administración del poder concentrado; debe recuperar su función emancipadora. La crisis ética no es solo un diagnóstico, sino un punto de partida para la disputa política y cultural.

Frente a la pedagogía del abuso de poder, la respuesta no puede agotarse en la denuncia. Urge articular una praxis colectiva capaz de disputar la hegemonía que hoy legitima la represión. Las clases subalternas —en sentido gramsciano— poseen un capital de resistencia que emerge de sindicatos combativos, movimientos territoriales, feministas, indígenas, colectivos LGTBIQ+ y espacios estudiantiles. Cuando estas fuerzas se reconocen como parte de un mismo bloque histórico, rompen la fragmentación que el poder alimenta y reescriben el guion: de objetos de disciplinamiento a sujetos de transformación.

Esa contra-hegemonía se juega tanto en la calle como en el campo simbólico. Implica:

  • crear pedagogías populares que desmonten la semiótica de la obediencia y habiliten lecturas críticas de la realidad;
  • ocupar los lenguajes—memes, portales y medios alternativos, radios comunitarias—para sabotear la narrativa del miedo;
  • construir redes jurídicas comunitarias que re-signifiquen la justicia como bien común y no como máquina de castigo;
  • forjar economías solidarias que erosionen la dependencia del ajuste colonial.

Algunas propuestas para desactivar el miedo como tecnología de gobierno; sólo así la colonialidad del poder deja de ser destino y se convierte en campo de disputa de la potencia decolonial. Porque allí donde la represión intenta clausurar lo posible, la organización colectiva subalterna abre grietas por donde se filtra, una y otra vez, aquello de “otro mundo mejor no sólo es posible, sino necesario”.


[i] Un evento organizado como una extensión del Andorra Economic Forum (siendo Andorra una cueva fiscal), por el youtuber Víctor Domínguez e inversores en criptomonedas.

Imagen de portada: Revista anfibia

Publicada en Huella del Sur 12/6/2025