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miércoles, 23 de julio de 2025

La idiotez es ideología


En la Atenas clásica, el
 ἰδιώτης /idiṓtēs/ (idiota en griego ático) no era un insulto, sino una categoría política. Quienes no participaban o se desentendían de los temas públicos, no por ignorantes sino por indiferentes, eran los “idiotas”, ensimismados en lo privado.

Hoy, esa figura reaparece como doctrina de gobierno. Las políticas que destruyen lo público, el vaciamiento del Hospital Garrahan, el desmantelamiento del INTA y el INTI, la agresión presidencial a un niño con discapacidad, la estafa de $Libra, son expresiones de una ideología que convierte el desinterés por lo común en una aciaga virtud (valga el oxímoron).

La idiotez es ideología cuando el Estado se desentiende del cuidado (en sentido amplio), cuando la crueldad se naturaliza como pedagogía (como cuando se obligaba a lxs niñxs a arrodillarse sobre porotos o se les pegaba con la regla en la mano izquierda para que escribieran con la derecha, acciones que formaron parte de las prácticas escolares hasta casi la primera mitad del siglo XX) y la impunidad y la mentira se convierten en una estrategia didáctica (“el que evade es un héroe” -afirmó el señor presidente- o “el gendarme tiró como tenía que tirar” -aseguraba la ministra Patricia Bullrich-); en ese modelo, la ética pública se desvanece en el aire.

El Garrahan como emblema del ajuste y la resistencia ética

El Hospital Garrahan no es solo una institución pediátrica de alta complejidad, es un símbolo de lo que aún persiste como bien común en medio del despojo en el que se pretende convertir a la salud pública. Mientras sus trabajadores -médicos, enfermeras, técnicos, residentes, administrativos- marchan para reclamar lo que es justo y que también la población acompaña, el Estado despliega fuerzas de seguridad con escudos, camiones hidrantes y armas lanza gases. La escena no es excepcional, es la forma en que se responde a quienes sostienen la salud pública con salarios pulverizados, condiciones precarias y una infraestructura en deterioro. El ajuste no se discute, se impone. Y cuando se lo denuncia, se lo reprime.

El Garrahan atiende más de 600 mil consultas al año, muchas de ellas de alta complejidad, y concentra el 40% de los tratamientos oncológicos pediátricos del país. Sin embargo, el gobierno lo convierte en blanco presupuestario, lo desfinancia, lo precariza y lo somete a una lógica de eficiencia que no reconoce ni la urgencia ni la dignidad. La renuncia de más de 220 profesionales en los últimos meses es una señal de alarma que estas políticas gubernamentales celebran como logros para la reducción ἰδιώτης del déficit fiscal.

La marcha del Garrahan no es solo gremial, es ética. Porque defender el hospital es defender el derecho a cuidar, a ser cuidado, a que la infancia no sea tratada como gasto. Y cuando el Estado responde con escudos en lugar de políticas presupuestarias acordes a las demandas, lo que se revela es la pedagogía de la crueldad que convierte la salud en campo de disputa; como sucede con la educación y el conocimiento científico; la novedad es que no es una “disputa” por los enfoques de carácter epistemológico sobre la salud, la educación y el conocimiento, sino por su propia existencia pública (la tragedia de los 90 del siglo XX se repite como farsa en el primer cuarto de siglo del XXI).

Vetar, excluir, degradar: una arquitectura del abandono

La escena que involucra a Ian Moche, niñe autista de 12 años y activista por los derechos de las personas neurodivergentes, condensa de forma brutal la política de desposesión que se ejerce sobre las personas con discapacidad.

El ataque público desde la cuenta presidencial en la red X que acusó a Ian de ser manipulado por figuras de la oposición, fue una operación discursiva ejercida desde la investidura estatal. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía dictaminó que esa cuenta representa al Poder Ejecutivo, y por lo tanto, sus mensajes son actos institucionales. No hubo retractación ni retiro del contenido. ¡La pedagogía de la crueldad a pleno!

El señor presidente refugiado en su Estado ἰδιώτης agrediendo a un niño en nombre de una ideología que desprecia la diferencia, el cuidado y el derecho a existir públicamente.

El veto anunciado a la Ley de Emergencia en Discapacidad, aprobada por unanimidad en el Senado, no es una decisión técnica, es una declaración política: “Voy a vetar todo lo que rompa el equilibrio fiscal”, había dicho el señor presidente en su discurso del 10 de julio en la Bolsa de Comercio.

El gobierno también anunció el veto al aumento de las jubilaciones mínimas y moratorias previsionales, consolidando una doctrina que convierte el presupuesto en excusa para desmantelar lo público.

En paralelo, el vaciamiento del CONICET se profundiza: despidos, congelamiento de ingresos, reducción de becas, provincialización de institutos y una pérdida salarial que empuja al exilio académico. La ciencia, como la educación y la salud, es tratada como gasto por el gobierno y como futuro negocio privado, no como derecho.

Lo que se configura es una ética del descarte, en la que el Estado ἰδιώτης deja de cuidar para empezar a violentar. Y cuando la diferencia, la vejez, el saber y la infancia son atacados desde el poder, lo que se vulnera es el principio de humanidad que debería sostener toda política pública. En ese marco, la lucha epistemológica no es una consigna, es una necesidad. Porque lo que está en juego es el derecho a existir en el espacio público sin ser agredido, excluido, omitido o desfinanciado.

Economía del engaño, ética del vacío

La promoción oficial de $Libra por parte del señor presidente, Javier Milei, a través de su cuenta institucional en X, no fue una acción ingenua ni improvisada. Fue un acto performativo desde el núcleo del poder. La criptomoneda, carente de respaldo y diseñada para captar inversores mediante la narrativa libertaria, terminó generando pérdidas millonarias para miles de personas. La investidura presidencial se convirtió en garantía simbólica de lo que, en términos financieros, era una estafa. Ningún organismo estatal reguló, advirtió o desmintió la maniobra, el silencio fue cómplice, y la palabra presidencial, letal.

Pero el caso $Libra no se entiende cabalmente sin otro precedente institucional: la agresión contra Ian Moche. La misma cuenta de X, verificada con tilde gris y reconocida por la Justicia como canal oficial del Poder Ejecutivo, fue utilizada para hostigar públicamente al niñe autista de 12 años, activista por los derechos de las personas neurodivergentes. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía – como decíamos mas arriba y cabe recalcar – dictaminó que todo contenido emitido desde esa cuenta debe considerarse ejercicio de la función presidencial. No hubo retractación ni retiro del posteo. La pedagogía de la crueldad del mayor instituto del Estado ἰδιώτης en toda su dimensión agrediendo a un niño y promocionando una estafa desde la misma plataforma institucional.

La impunidad no reside en la ausencia de ley, sino en su suspensión voluntaria por parte de quien debería encarnarla ¡extraña y funesta paradoja!

Lo que se despliega aquí es el vacío de la ética presidencial, en el que la legitimidad del cargo se utiliza para habilitar el engaño y la violencia discursiva, degradando la confianza pública y el valor de lo común. $Libra no fue solo un fraude financiero, fue una muestra de cómo el poder puede convertirse en activo tóxico cuando se desentiende de toda responsabilidad institucional y se encierra en su propia ἰδιώτης.

Contra la idiotez, la lucha epistemológica

En la raíz griega del término ἰδιώτης (idiṓtēs) no hay insulto, hay advertencia. El idiota es aquel que se repliega en lo privado, que renuncia a la vida pública, que se desentiende de la polis. No es ignorancia, es elección. Y en esa elección, lo común se vuelve prescindible, lo público se degrada, y el cuidado se convierte en gasto. Hoy, esa figura no solo reaparece: se institucionaliza. Se convierte en doctrina de gobierno, en arquitectura del abandono, en pedagogía de la crueldad.

Frente a esa racionalidad, la lucha no es solo política, es epistemológica. Porque lo que está en disputa no es únicamente qué se dice, sino qué se puede conocer, qué se puede nombrar, qué se puede cuidar. La epistemología no es una abstracción académica: es el campo donde se define qué vidas merecen ser pensadas, qué saberes son reconocidos, qué experiencias son legitimadas. Y cuando el Estado veta, excluye y degrada, también desactiva el derecho a conocer.

La lucha epistemológica es, entonces, una forma de resistencia. Es el gesto de quienes nos negamos a aceptar que la crueldad sea eficiencia, que el silencio sea neutralidad, que el daño sea un acto de gobierno. Es el trabajo de quienes escriben, enseñan, investigan, cuidan, marchan. Es el derecho a disputar el sentido, a nombrar el abandono, a construir saberes que no se plieguen al mandato de la idiotez.

Porque si el idiṓtēs es quien se desentiende de lo común, la lucha epistemológica es el acto de reconstituir lo colectivo. De pensar con otros, cuidar con otros, saber con otros. Es el gesto de quienes nos rehusamos a la soledad política que impone el neoliberalismo, y en cambio afirman el vínculo, el trabajo compartido, la comunidad y lo comunitario como forma de resistencia. En ese gesto, lo público deja de ser una categoría administrativa y vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser, una forma común de vida, tejida en plural, sostenida en el cuidado, y abierta a la disputa por el sentido.

Porque, claro, otros sentidos son necesarios para otros mundos posibles donde la idiotez sea la única categoría excluida.

Publicada en Huella del Sur 23/7/2025


Imagen de portada: GNDiario

lunes, 14 de julio de 2025

Niñez y eficiencia. Hambre y desposesión

  

Niñez y eficiencia                                                                         

 

"Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, señala el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. La sentencia interpela no solo al modo en que se mide la pobreza, sino a la racionalidad que decide qué debe ser medido y qué puede ser omitido. En Argentina, más de 4 millones de niños conviven con inseguridad alimentaria, pero la carencia no reside únicamente en la falta de alimento, sino en una cadena de privaciones afectivas, cognitivas y sociales que modelan subjetividades.

Las políticas públicas, lejos de reparar esa trama de desigualdades, refuerzan su invisibilidad y profundizan el estado social deficitario cuando operan bajo criterios de eficiencia. Cuando la prioridad del gobierno es la reorganización del Estado donde los derechos se subsumen a métricas y algoritmos de gestión, el hambre, el deterioro cognitivo y el abandono educativo dejan de ser urgencias sociales para convertirse en externalidades técnicas.

Tal como lo expusimos en La eficiencia como el significante de la desposesión, esta lógica pedagógica enseña por omisión: lo que no se nombra, también produce sentido político. En el presente artículo proponemos una lectura transversal que vincula el hambre infantil con las políticas tecnocráticas, desmontando la neutralidad de las pruebas estandarizadas, los decretos administrativos y los organismos multilaterales que operan como arquitectos de una pedagogía del sesgo. Porque si la niñez es uno de los territorios donde se disputa el futuro, la exclusión es una forma de extinción.

Eficiencia y hambre: la desposesión como política estructural

“Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, advierte el informe del Observatorio de la Deuda Social. Esta afirmación desestabiliza el paradigma contable que domina la gestión estatal, lo que no se traduce en cifras, no existe para la política pública. En ese marco, la eficiencia se convierte en un significante que no organiza recursos, sino que legitima omisiones, retiene alimentos y abrigo en los galpones del ministerio de Capital (in)Humano.

Durante 2024, el 35,5% de los niños y adolescentes en Argentina atravesó inseguridad alimentaria, y el 16,5% lo hizo en su forma más severa. Pero el hambre no es solo una carencia nutricional, es una forma de desposesión cognitiva, afectiva y simbólica. La desnutrición crónica afecta el desarrollo cerebral, compromete la memoria, la atención y el aprendizaje. En contextos de pobreza estructural, la infancia aprende desde la carencia, y ese aprendizaje no se mide en las pruebas estandarizadas ni en los informes de gestión.

El Decreto 436/2025, al instalar la eficiencia como principio rector, consolida una racionalidad que omite lo esencial porque no puede ser cuantificado. La supresión de políticas como “Educar en Igualdad” no responde a una evaluación pedagógica, sino a la lógica de desposesión: lo que no produce resultados medibles, se elimina. En ese sentido, el hambre infantil y la eliminación de contenidos educativos referidos a la igualdad no son hechos aislados, sino expresiones de una misma arquitectura política.

La eficiencia, entonces, no es una herramienta de mejora, sino un dispositivo de exclusión. Desposee a las niñeces de alimento, de afecto, de contexto y de sentido. Y al hacerlo, transforma el Estado en un gestor de carencias, donde los derechos se convierten en gastos y las vidas en externalidades.

Evaluar sin contexto: la estandarización como pedagogía del sesgo

“Las pruebas estandarizadas no miden lo que los alumnos saben, sino lo que pueden repetir bajo condiciones artificiales de evaluación” — advertía Robert Glaser, uno de sus propios diseñadores de los “test” estandarizados. En Argentina, estos dispositivos se han naturalizado como herramientas objetivas, cuando en realidad funcionan como instrumentos de clasificación y control, descontextualizados del entorno cognitivo, afectivo y material de quienes van a ser ¿evaluados?

El informe del Observatorio Social revela que más de 4 millones de niños y adolescentes enfrentan inseguridad alimentaria, y que el 16,5% lo hace en su forma más severa. Este dato es estructural: el hambre compromete funciones cognitivas esenciales (memoria, atención, lenguaje) moldeando la subjetividad del propio desarrollo educativo marcado por la precariedad. Sin embargo, las pruebas estandarizadas ignoran estas variables constitutivas y ofrecen resultados que refuerzan la exclusión como si fuera una diferencia de mérito o esfuerzo.

Desde una perspectiva crítica, como ya decíamos en 2016, en el artículo Las pruebas estandarizadas, otro mito del proceso de la reforma educativa,  que este modelo no mide saberes reales, sino procedimientos repetitivos y reconocimiento de resultados. En ese análisis afirmábamos: “Estas pruebas no miden lo que los alumnos saben, sino la capacidad de recordar procedimientos, o reconocer un resultado cuando se les presentan opciones múltiples.”

Este enfoque muestra cómo las pruebas se articulan con los lineamientos de organismos multilaterales que promueven la educación como mercancía, desplazando el pensamiento crítico en favor de la obediencia evaluativa y anulando el sentido pedagógico de la construcción de conocimiento como proceso.

La estandarización, entonces, opera como una pedagogía del sesgo que invisibiliza el hambre, el deterioro cognitivo y la desigualdad estructural, y lo reemplaza por una métrica que legitima la exclusión. Evalúa sin contexto, sin historia, sin cuerpo.

Breve paréntesis: cuerpo, hambre y lenguaje

“Confundir un problema de aprendizaje reactivo con un síntoma del ‘no aprender’ es como confundir a un desnutrido con un anoréxico”, escribe Inés Cristina Rosbaco en El desnutrido escolar. Dificultades de aprendizaje en los niños de contextos de pobreza urbana.  Esa distinción es política: el desnutrido escolar no elige no aprender, el entorno lo desactiva. Frente al fracaso, “ya ni siquiera puede defenderse”, porque lo que está roto no es su voluntad, sino las condiciones para que esa voluntad exista.

Rosbaco identifica una escena educativa en la que “la pobreza queda borrada como condición estructural y transformada en dificultad personal”. La escuela, muchas veces, en vez de ser refugio o reparación, se convierte en mecanismo de reiteración de esa violencia. Clasifica sin reconocer, evalúa sin contexto, patologiza el silencio del hambre.

El hambre, en este marco, es interrupción de lenguaje. Es cuerpo que no llega al aula para aprender, sino para resistir. La mirada ausente, el juego apagado, la palabra cortada son formas concretas de la desposesión. Nada más cínico que desconocer las causas del latiguillo “seis de cada diez niños no comprenden lo que leen”, producido por quienes diseñan las políticas que invisibilizan lo que estamos visibilizando en este artículo y que a la sazón, son las causas.

Es simple, allí donde se impone la eficiencia como significante de desposesión, el niño “no puede sostener el deseo de aprender” porque el sistema no está diseñado para sostenerlo.

Este paréntesis no busca conmover ni suavizar la crítica. Se propone restituir el cuerpo como campo de disputa. No hay déficit; hay exclusión estructural. No hay falla individual; hay abandono estatal. Y frente a ese abandono, cada cuerpo que aún persiste en el aula interrumpe la lógica del descarte.

Las niñeces frente a la arquitectura del daño

La eficiencia se ha instalado como el significante central de una gramática institucional que no organiza recursos, sino que desactiva derechos. Su poder no radica en lo que propone, sino en lo que permite omitir. Bajo su forma más sofisticada, la estandarización, la evaluación contable, el lenguaje administrativo, opera una política de desposesión que transforma las niñeces y adolescencias en territorio de cálculo, y su hambre en externalidad.

Las cifras del informe muestran que millones de niñxs atraviesan sus niñeces con hambre. No es un fenómeno excepcional ni transitorio, es una estructura persistente que impacta en el cuerpo, la cognición y el deseo. Como advierte Inés Rosbaco, el desnutrido escolar no fracasa por ignorancia, sino porque el sistema le niega las condiciones mínimas para sostener el deseo de aprender. La escuela, enclavada en la reforma neoliberal, no  repara, más bien prolonga, más allá de la voluntad docente. Y el Estado, cuando prioriza la eficiencia como criterio rector, se vuelve pedagogo del daño.

El orden institucional no se configura en torno a la protección, sino a la medición y punición. Y lo que no se mide, se omite. La violencia social no entra en los algoritmos, el hambre no figura en los mapas de riesgo educativo, la desigualdad no se reconoce como límite a la meritocracia. Así, lo que falta se transforma en culpa y lo que duele en déficit técnico.

Este artículo no propone una lectura sensiblera, sino una denuncia con disposición a la disputa por el sentido. Porque frente a la pedagogía del sesgo, solo una pedagogía del reconocimiento puede sostener el deseo de futuro. Y ese deseo no se mide, no se estandariza, no se administra. Se enciende, se protege, se nombra, se acompaña, se hace colectivo. Forma parte de una lucha epistemológica.

Imagen de portada: Comunitaria

Publicada en Huella del Sur 12/7/2025

jueves, 3 de julio de 2025

La eficiencia como el significante de la desposesión

 

El Decreto 436/2025 como pedagogía de la omisión: cuando el Estado transforma derechos en estorbos contables.

El presidente Javier Milei no ha ocultado su objetivo: “destruir al Estado desde adentro”. Lo ha dicho con orgullo, comparándose con un topo infiltrado o incluso con un Terminator llegado del futuro para evitar el apocalipsis. Pero ese apocalipsis, para muchos, ya comenzó. El Decreto 436/2025, que elimina la jornada “Educar en Igualdad” y desactiva políticas de educación vial, es apenas una pieza más en un engranaje mayor: el desguace sistemático de las instituciones públicas que garantizan derechos.

El decreto justifica sus medidas afirmando que “la coexistencia de un Observatorio de la Educación Vial y del Consejo Federal de Seguridad Vial genera una superposición de funciones que resulta contraria a los principios de eficiencia administrativa y racionalidad presupuestaria”. Pero esa supuesta duplicidad no se resuelve con articulación o fortalecimiento institucional, sino con eliminación lisa y llana.

Más grave aún, el decreto sostiene que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”. Bajo ese argumento, se deroga el artículo que establecía la jornada nacional “Educar en Igualdad”, desentendiéndose de una política pública que visibilizaba la violencia de género en las escuelas. El Estado nacional borra derechos educativos, de los que jamás se habla, porque el derecho a la educación se fija desde las macropolíticas, pero el ejercicio de ese derecho aparece en las prácticas concretas, y para que esas prácticas puedan activarse se necesita de la información para abonar el conocimiento y esas operaciones solo se dan en las escuelas y recorren un circuito: enseñanza-aprendizaje.

Desde el inicio de su gestión, Milei ha avanzado con una lógica de ajuste que no distingue entre eficiencia y desprotección. El desfinanciamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), la parálisis y desmantelamiento del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) y del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA); la asfixia presupuestaria a las universidades públicas no son hechos aislados, responden a una visión ideológica que desprecia la producción pública del conocimiento. La educación sexual integral, por su parte, ha sido blanco de ataques discursivos y recortes concretos, bajo la falaz acusación de “adoctrinamiento”.

Pero quizás el signo más brutal de esta política sea el vaciamiento del Hospital Garrahan, el mayor centro pediátrico del país y casi con seguridad en Latinoamérica. En pleno invierno, sectores del hospital funcionan sin calefacción, mientras sus trabajadores denuncian la falta de insumos, salarios de una precariedad obscena, el deterioro edilicio y la ausencia total de diálogo con las autoridades nacionales. El ajuste, en este caso, se vuelve visible en su forma más cruel: se mide en grados de frío, en camas sin mantas, en niñeces vulnerables expuestas a la lógica del recorte. La “eficiencia”, que no es un principio administrativo, se convierte en un acto de crueldad institucional, en la máscara de la motosierra gubernamental que entra al hospital pediátrico.

Este artículo traza el mapa de ese desmantelamiento no solo en términos administrativos, sino como una disputa cultural.

Educar en igualdad, borrar con decreto

Uno de los gestos más significativos del Decreto 436/2025 es la derogación del artículo 3° de la Ley 27.234, que establecía la jornada nacional obligatoria “Educar en Igualdad: Prevención y Erradicación de la Violencia de Género” en todos los niveles del sistema educativo. El decreto justifica esta decisión afirmando que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”.

Pero esta apelación al federalismo no es una garantía de derechos, sino una estrategia de repliegue. La jornada “Educar en Igualdad” no era una imposición, sino una política federal que aseguraba un piso común de formación en derechos humanos, prevención de violencias y construcción de ciudadanía. Su eliminación no solo borra una fecha del calendario escolar, borra un mensaje del Estado, al mismo tiempo que inscribe otro en la borratina.

El decreto no propone una alternativa ni sugiere mecanismos de articulación con las provincias. Simplemente deroga. Y en esa omisión, el Estado enseña: enseña que la violencia de género ya no es una prioridad institucional. La “ausencia” es performativa.

Esta medida se inscribe en una narrativa más amplia que deslegitima la perspectiva de género como parte de la educación pública. No es casual que el decreto omita toda mención a la Ley de Educación Sexual Integral (26.150), blanco frecuente de ataques por parte del oficialismo. La pedagogía que se impone es instrumental: lo que no se mide en términos de gasto, se descarta.

Las políticas públicas, especialmente en el campo educativo – como dijimos – son performativas: producen sentido incluso cuando se eliminan. La jornada “Educar en Igualdad” decía: “el Estado reconoce la violencia de género como un problema estructural y se compromete a prevenirla desde las aulas”. Su supresión también dice algo: que ese compromiso ya no está.

La coartada de la eficiencia

El Decreto 436/2025 se presenta como un instrumento de “racionalización administrativa” orientado a la “eficiencia en el uso de los recursos públicos”. En sus considerandos, alude a una supuesta superposición de funciones entre el Observatorio de la Educación Vial y el Consejo Federal de Seguridad Vial, como argumento para justificar su eliminación. Pero ese razonamiento no se traduce en una propuesta de articulación ni en un fortalecimiento institucional: la respuesta es la supresión.

Este patrón se repite a lo largo del decreto: no hay diagnóstico pedagógico, evaluación de impacto ni plan de mejora. La ausencia de políticas activas se gestiona con más ausencia. Lo que no funciona, no se corrige; se elimina. En esa lógica, la eficiencia deja de ser un principio de optimización para convertirse en un instrumento de desposesión.

Este tipo de razonamiento descarta toda dimensión performativa de lo público. La eficiencia, así entendida, se vacía de contenido social y se convierte en un significante contable, útil para justificar cualquier decisión que implique desarme institucional. Lo pedagógico muere ante lo administrativo. Lo formativo, ante lo presupuestario.

El discurso técnico desplaza la responsabilidad política: las decisiones ya no se presentan como elecciones ideológicas, sino como necesidades de gestión. Pero esa neutralidad es ficticia. La eficiencia es el significante de la desposesión

Federalismo selectivo: la retirada como doctrina

Uno de los argumentos centrales del Decreto 436/2025 es que “la educación constituye una competencia provincial, cuyo tratamiento debe observar y respetar las autonomías jurisdiccionales consagradas”. Bajo esa premisa, el Ejecutivo nacional deroga el artículo 3° de la Ley 27.234 —que establecía la jornada “Educar en Igualdad”— y traslada la responsabilidad a las provincias.

Pero esta apelación al federalismo no es una garantía de derechos, sino una estrategia de repliegue. Si bien la educación es una competencia compartida, como (todavía) lo manifiesta la Ley de Educación Nacional (26.206) —que el decreto omite— establece que el Estado nacional debe garantizar contenidos comunes y políticas integradoras en todo el país. Y la jornada derogada era precisamente eso: una política federal que fijaba un piso mínimo de formación en derechos.

Como ocurre en otras medidas del decreto, no se ofrecen criterios de continuidad ni herramientas de articulación interjurisdiccional. Simplemente se elimina la política, dejando en manos de cada provincia —con sus disparidades presupuestarias, ideológicas y logísticas— la posibilidad o no de sostenerla. El derecho, entonces, deja de ser universal para volverse contingente.

La motosierra gubernamental también pone en evidencia un doble estándar. El mismo gobierno que invoca la autonomía provincial para retirarse de la educación en igualdad, no duda en imponer desde el centro techos salariales, reformas estructurales o recortes presupuestarios. El federalismo, en este marco, no es un principio rector, sino una coartada, un argumento que se activa según convenga al ajuste.

El resultado es previsible: la igualdad —como contenido y como horizonte— deja de estar garantizada por el Estado nacional y se vuelve una geografía de desigualdades. Lo que se pierde no es solo una jornada escolar, sino una noción de país que no reconoce lo común como condición de justicia.

El Estado que enseña por omisión también educa

El Decreto 436/2025 no es una anomalía: es una pieza coherente dentro de un proyecto de desmantelamiento que se presenta como modernización. Bajo la retórica de la eficiencia y el respeto al federalismo, el Estado nacional desactiva políticas públicas y convierte derechos en gastos prescindibles. Pero por aquello de su propia performatividad, educa y enseña que hay temas que ya no merecen ser nombrados, ni protegidos, ni transmitidos.

La eliminación de la jornada “Educar en Igualdad” no es solo una omisión: es una decisión política que borra del calendario escolar una conversación urgente. La supresión del Observatorio de la Educación Vial, en un país donde casi 6.000 personas murieron en siniestros viales en 2024, no es eficiencia: es negligencia institucional. Y la apelación al federalismo como excusa para desentenderse de contenidos comunes no es respeto por las autonomías: es abandono encubierto.

Este patrón no es exclusivo del ámbito educativo. El vaciamiento del CONICET, del INTI, del INTA, de las universidades públicas, y el ataque al Hospital Garrahan —donde niños internados pasan frío por falta de calefacción— revelan que la eficiencia, tal como la enuncia el gobierno, no es una herramienta de gestión, sino la ideología de la desposesión. Una ideología que mide el valor de lo público según su rentabilidad inmediata, y que considera al conocimiento, al cuidado y a la igualdad como lujos innecesarios.

El Estado, incluso cuando calla, produce sentido. Y lo que enseña hoy —con sus decretos de mutilación, su desprecio por lo público— es que hay derechos que ya no considera dignos de ser defendidos. La pedagogía de la desposesión y la crueldad no es neutra: forma subjetividades, modela expectativas, define lo posible. Y en ese sentido, educa. Pero educa para la desigualdad, la fragmentación, la desmemoria, el individualismo exacerbado y la idiotez celebrada por un “hombre sin atributos”.

Frente a esa pedagogía la potencia colectiva de la docencia se activa contra las máscaras de las motosierras de la desposesión. Porque lo que se borra, se puede volver a escribir. Y lo que se calla, se puede volver a decir.

Imagen de portada: blog del secretario Mike.

Publicado en Huella del Sur 3/6/2025